viernes, 21 de junio de 2024
El Bullying como metalenguaje del vacío: reflexiones desde El Señor de Las Moscas
sábado, 8 de junio de 2024
La Humanidad Compartida: una oda a la Alteridad
En 1969 el psicólogo Carl G. Jung publicó su libro Los
Arquetipos y el Inconsciente Colectivo, provocando un sismo en los entonces
basamentos de la psicología tradicional. Acostumbrada a un enfoque inclinado hacia el psicoanálisis freudiano, ésta centraba su atención en la
práctica clínica y/o terapéutica, en aras de comprender procesos mentales, así
como en intervenir el desarrollo de enfermedades con el objeto de rehabilitar
la psique. Así, cuando Jung emerge con
su noción de que existen conexiones entre ciertas representaciones de nuestro
pasado como especie, que trascienden generaciones y serían constitutivas de
nuestra identidad biológica (los arquetipos), produce una disrupción en el
entonces orden establecido, generando las siempre deseables dudas en todo campo
del conocimiento. Según la tesis de este Inconsciente Colectivo, legados
de culturas ancestrales habrían experimentado a través del tiempo aquellas manifestaciones, en forma de emociones, anhelos o acciones.
Debates aparte, lo interesante del hito en
cuestión se traduce en el referido hecho de ampliar la mirada respecto a las
formas clásicas de hacer prosperar la ciencia, sin perder el norte respecto de
su propósito (conocer y comprender el mundo) y sus métodos (rigurosidad y
falseabilidad), este último punto, por cierto, donde se le cuestiona al
reconocido médico y ensayista suizo. Tal realidad de contrastes y resistencias,
de orden y caos, ha estado presente en otros tejidos de la psicología moderna. A
efectos de las líneas que siguen, nos referiremos a las maneras tradicionales de aproximarse al mindfulness o meditación,
cuyo abordaje investigativo se fundamenta en la evidencia sobre la
observación del otro, desde una mirada externa a la encarnación de la vivencia.
¿Podrían la solidez teórica y el registro de datos acaso estar omitiendo
aspectos elementales de esta sensación emanada de cada ser humano, no
endosables de forma íntegra entre la primera persona (que moviliza) y la
tercera persona (que analiza) dentro de práctica terapéutica?
A este llamado atiende la propuesta ontológica
de la Humanidad Compartida, al menos desde la perspectiva impulsada por
el profesor Claudio Araya Véliz en el libro que lleva este nombre (Humanidad
Compartida: habitando juntos el momento presente) el cual, más allá de
inquietar a las formas ortodoxas de entender y documentar las conexiones que
establecemos con nosotros mismos y con quienes nos rodean, persigue la simple
práctica e introspección intencionada, en busca de conciliar aquellas
emociones, anhelos o acciones que forman parte de nuestra esencia, sea que
compartamos o no un Inconsciente Colectivo.
De forma sencilla, La Humanidad Compartida nos
habla de conexiones dotadas de significado, que pueden producirse entre
personas que habiten un mismo tiempo vital pero que no se restringen a las
limitaciones del Cronos: su esencia no sólo se basa en la empatía, sino
más allá, una especie de experiencia bidireccional común con el proceso ajeno,
de un conocido, de alguien localizado en otro país e incluso en otro momento
histórico, que encarnó momentos de felicidad, inquietud o dolor. Incluso en un
juego de interpretación, el propósito de esta suerte de co-dirección energética
nos llevaría a unir ambos dominios, cultivando una o más relaciones con
personas con las que tenemos contacto y podríamos a la vez sentir que las
conocemos de otra vida, o de toda la vida.
En la relación con uno mismo, la Humanidad
Compartida también tiene qué decir. Nos recuerda que todos nos encontramos
en un sendero propio, disímil y por tanto incomparable entre sí. Algunos de
búsqueda, otros de realización, otros de extravío, donde la sensibilización de
lo humano debe poder aflorar para reconocer y nutrir la experiencia compartida.
Reafirma el valor del autocuidado, desde la autocompasión, un componente por lo
general olvidado en nuestra “apretada agenda diaria”. Motorizado por la práctica
cotidiana y la puesta en servicio de la propia vivencia, esta idea amplifica no
sólo la posibilidad de comprender al prójimo, sino de acompañar su flujo vital
también desde ese cuidado, para el alivio de sus infortunios, sufrimientos y
reveses, en una espiral de aceptación y valoración de la vida -contraria al
nihilismo- que se asemeja al código de conducta del estoicismo, desde la acción
y la aceptación (Amor Fati, noción definida así tiempo después por Nietzsche).
Así, al reconocer en el otro una parte de nosotros, de sus luchas y caídas, de
sus conquistas y satisfacciones, podemos integrar la totalidad de la
experiencia en nuestro avatar corporizado.
Esta mirada representaría una oda hacia el
concepto de Alteridad, entendida como la experiencia de la otredad: la
existencia de otro ser humano, con rostro, identidad y bagaje en el devenir de
la existencia catapulta mi propia noción de vida -subjetividad- hasta el plano
de la vivencia compartida -intersubjetividad-, expandiendo así las premisas
éticas y morales sobre las cuales ejercemos nuestro libre albedrío o
irrevocable práctica de la libertad individual.
La Humanidad Compartida nos recuerda que no
elegimos cuando nacer, ni las condiciones en que lo haremos, pero sí refuerza
en la premisa tolkieniana de que podemos elegir qué hacer con el tiempo que se
nos ha dado, y que por tanto los encuentros de almas entre seres vulnerables
son un camino hacia la eudaimonia (florecimiento o autorealización),
pudiendo completar el círculo de la vida. La Alteridad nos permite situarnos en
el lugar del otro, en lo ajeno, no sólo para coadyuvar en los estragos de su
interior sino también para crear nuevos caminos, bajo la idea de que éste tiene
información importante de la que carezco, favoreciendo así un proceso de
co-construcción creativa que conduce al aprendizaje mutuo. Finalmente, la alteridad nos recuerda a
respetar y amar a las personas por su naturaleza. No sólo por sus virtudes,
sino principalmente, en sus horas bajas: en palabras de Jung, enseñaría a
comprender y amar a la sombra, los demonios, los sitios oscuros a donde pocos
en las sociedades actuales llegarían para conquistar y conquistarse (pues la
persona es mi espejo bajo este enfoque, sus ojos son mis ojos) interiorizando
que a su vez provienen de una historia.
Para quién sepa apreciarlo, la Humanidad
Compartida representa un salto de calidad hacia el árbol relacional de la
existencia que en parte pareciera hemos perdido, producto de la operativización
y/o sistematización de la vida. Su simplicidad y profundización constituyen una
oportunidad exploratoria en las maneras del Ser, de actuar y de amar en el
mundo.
jueves, 8 de febrero de 2024
Autocompasión: el arte de cultivar el diálogo interior
En la entrega
anterior revisamos los conceptos de prosoche y compasión, brevemente
introducidos para orientar los cimientos de esta serie que busca la observación
de nuestras conductas desde la reflexión diaria, entendiendo la esencia
fenomenológica que nos caracteriza como personas singulares y únicas, a la vez
que conscientes del que podría ser nuestro norte como especie: la humanidad
compartida. Esta trascendente definición, que comentaremos en una próxima
entrega, parece encontrar ciertos fundamentos en aquella construcción
individual de la experiencia, traducida en el cúmulo de momentos de
introspección, cuando nos encontramos con aquella única persona con la que
venimos al mundo y con la que partiremos: nosotros mismos.
Para abordar
esta perspectiva, corrientes filosóficas como el budismo y el estoicismo, así
como algunas teorías y terapias de la psicología moderna más recientemente,
repasan una muy relevante noción que trata justamente de uno de los posibles
destinos de esta relación que desarrollamos con nosotros mismos a lo largo de
la vida: nos referimos a la autocompasión. Le habrá sucedido a usted que, ante
una situación adversa o crítica de alguien a quién quiere o, por mero respeto y
empatía al prójimo, el espectro de respuestas casi automáticas que adopta en
esas situaciones van desde la protección, el cuidado, la atención, el diálogo
amable, la simpatía y la entrega de ayuda; y sin embargo, estas reacciones no
suelen ser proporcionales cuando el afectado es usted mismo ¿Por qué?
De acuerdo
con la autora Kristin Neff en su estudio La Ciencia de la Autocompasión,
esta disposición del sí mismo habla de reorientar aquellas conductas que
solemos manifestar en los estados de compasión ahora enfocados hacia
nosotros mismos, permitiendo que surjan prácticas como la comprensión y el
autocuidado, en contraposición a respuestas deconstructivas y carentes de
aprendizaje y responsabilidad, como podrían ser el autocastigo, la burla, el
cinismo o la crítica desmesurada proveniente de nuestra voz interior cuando
sentimos que hemos fallado en algo, lo que genera espirales de toxicidad mental
que inhiben el uso facultativo del fracaso como lo que realmente es: la
oportunidad de convertir un desacierto o una debilidad en la fortaleza del
mañana.
Siguiendo
brevemente con Neff, la experta sugiere que el comportamiento deseable sería
aquél basado en la calidez y el contacto propio, en lugar de la fustigación o
la sensación de incompetencia. Para ello, menciona 3 componentes centrales que
deberían caracterizar a la autocompasión. 1) El mindfulness o presencia plena
(similar a la prosoche estoica comentada en el artículo anterior), 2) la
humanidad compartida (que revisaremos en próximas entregas) y 3) la bondad
dirigida a nosotros mismos. Sobre este último punto, que refiere hacia el trato
humano y basado en el amor que dispensamos a los demás en momentos de
tempestades, vale decir que conecta con el planteamiento previo de por qué
solemos evidenciar conductas diferenciadas dependiendo de la persona objeto del
sufrimiento o revés, donde la historia evolutiva de nuestra especie parece
arrojar algunas luces. Al ser animales sociales, así como desarrollamos
instintos de cuidado y acompañamiento de nuestros grupos para la supervivencia,
también es cierto que otorgamos mucha importancia a dos elementos centrales de
las tribus: la confianza y la aceptación del grupo -este último referido “al
qué dirán”-. En el primer caso, ante un fallo, distracción o indiferencia de
una determinada tarea o actividad de la que dependiera el conjunto, es cierto
que una consecuencia casi natural era la mirada con sospecha o incluso la
pérdida de confianza, lo que minaba nuestra autoestima al recibir el juicio
punitivo de la comunidad. Y consecuencia de ello, el segundo punto, al verse
afectada nuestra reputación, la aceptación y valoración en la tribu, esa suerte
de “ranking” o estatus social que entonces nos capacitaba para ejercer
determinada función, quedaba resentida, con lo cual el individuo perdía “valor”
objetivo dentro del grupo, pudiendo conducirle incluso al aislamiento o la
expulsión.
Por todo lo
anterior, nuestro cerebro y su fisiología están más preparados para responder
ante la calamidad ajena con mayores márgenes de tolerancia y empatía que con la
propia, conocedores de las implicancias de entonces sobre el costo del fracaso,
lo cual de hecho ocurre con otras especies del mundo animal. Desde luego, nuestra
mente y cuerpo no son suelen ser conscientes de que las actividades, ni los
peligros, ni necesariamente las valoraciones de las tribus de hoy en día son
las de otrora; al contrario, en la mayoría de nuestras culturas actuales se suele
exhortar mucho más esta empatía extendida de lo que podía ocurrir antes, motivo
por el cual debemos procurar ser más conscientes de nuestros sesgos evolutivos
y desarrollar una mirada más compasiva y autocompasiva, como vías de desarrollo
personal.
Entonces, ¿cómo conciliar la idea de la autocompasión con un diálogo interior que procure apuntar a la excelencia, sin caer en estadios vacíos como la autocomplacencia o la lástima? A este respecto, la filosofía estoica ofrece algunas ideas interesantes para diferenciarlas y, sobre todo, responder de una manera sosegada y ecuánime siempre que iniciemos la conversación con la persona en el espejo. En primer lugar, deberíamos comprender que lo usual es fallar, errar. De esta manera llegamos a sobrevivir desde la era de las cavernas, hasta hoy: ensayo y error. La única forma de no fracasar es no haciendo nada, estado de conducta que podría ser realmente el único fracaso real. Toda acción o empresa que emprendamos conllevará riesgos, y justamente son estos, como una mala decisión, los que llevarán de un punto otro, sólo si logramos analizar detalladamente la información que nos proporciona. Pero previo a este examen del mundo externo, se debe viajar al interno y generar la narrativa adecuada. Lo susceptible a cuestionarse dentro de un proceso de mejora continua debería ser el comportamiento, y nunca la persona que lo manifiesta. Así como en los debates intelectuales se valora el hecho de contrastar ideas sin atacar personas, la esencia del diálogo interior debe estar orientado a la detección de los fallos como datos de interés para la elaboración del mañana. Por tanto, en lugar de llevarte a la corte del juzgado, ser juez, jurado y sentencia, primero conviene un minucioso paseo de reflexión y autocompasión. Perdonarse, levantarse y continuar, en un ciclo consciente no sólo dirigido a focalizar la energía hacia la creación de soluciones a esa realidad específica, sino a innovar en las condiciones para que florezca el aprendizaje, sin la carga emocional autoinfligida.
Los estoicos solían
registrar sus propios fallos, para crear conocimiento a partir de ellos y
mejorarse, proponiendo soluciones o sistemas de atención que les permitieran
establecer dichas acciones correctivas. Pero, sobre todo, nunca olvidaron que
la vida es un continuo y puede empezar en cualquier momento, por lo cual un
día, visto en perspectiva de un proceso vital, no debería marcar tu futuro. Es
tiempo de que lo recordemos y, sobre todo, implementemos, conquistando así la
posibilidad de volverte tu mejor amigo y aliado.
miércoles, 22 de noviembre de 2023
Prosoche y Compasión: una búsqueda de la expansión
El ser humano es un animal social. Si revisamos nuestra historia a través del tiempo, encontramos una suma de esfuerzos originados desde lo individual hacia lo colectivo que hicieron posible el desarrollo de las sociedades modernas. Estos esfuerzos, producto de adaptaciones evolutivas en el plano moral, fomentaron valores como la libertad, el respeto recíproco, la división del trabajo y la cooperación social, como alternativa a la capacidad de violencia intrínseca al hombre que, por siglos, condujo a la conquista, la guerra o la opresión. Así, en este devenir fruto del ensayo y error, nuestra especie necesitó creer, algunas veces a través de formas religiosas y otras simplemente fruto de la fe en sus propias potencialidades basadas en sistemas o prácticas, ideas que por siglos fueron trabajadas y documentadas por un puñado de personas que intentaban conocerse más a sí mismas y, en el proceso, entender la naturaleza humana.
Los estoicos constituyen uno de estos grupos de personas que, a través del desarrollo de una filosofía práctica y un sistema mental capaz de operar en el mundo, se preocuparon por cómo sus pares podrían alcanzar este potencial. Y quizá gran parte de su relevancia yace en el hecho de que lo hicieron desde la experimentación en sus propias vidas, siendo emperadores, senadores, líderes de escuelas o incluso esclavos, lo que distingue su enfoque de otras muy válidas vías para descubrir lo que podemos llegar a ser. Dentro de su eminente literatura, en esta ocasión nos gustaría comentar introductoriamente un aspecto, inaugurando este espacio de descubrimiento e intercambio de perspectivas: la prosoche o atención plena y, cómo ella podría asociarse a la compasión.
Definido de forma sencilla, el término prosoche hace alusión a la capacidad de focalizar la atención y el pensamiento consciente con un determinado propósito. De esta forma, desarrollar la habilidad de actuar bajo esta idea ampliaría nuestras posibilidades de atender lo que pensamos y sentimos respecto de cualquier externalidad. Religiones como el budismo y disciplinas como la psicología moderna también se valen de este mecanismo de captación sobre el flujo de nuestros pensamientos y emociones para comprenderlos y, en lo posible, gobernarlos, otorgándonos el control de decidir nuestra respuesta en casi todo momento. Así, esta visión de desarrollo de la prosoche en nuestra vida cotidiana nos concedería un sinfín de ventajas prácticas para navegar las, con frecuencia, turbulentas aguas de la realidad, aprendiendo a diferenciar aquello que nos excede como seres humanos del espacio donde nuestra consciencia y actuación pueden jugar un rol clave.
Por su parte, el vocablo compasión puede asociarse a un rasgo que conecta con la empatía extendida o la facultad de conectar con los sentimientos de dolor, aflicción o pesar de otro individuo. Incluso algunas personas la caracterizan como un rasgo de la personalidad que emana debilidad o victimización. En este espacio, la compasión -y su visión expansiva sobre el yo, la autocompasión- son disposiciones que nacen fruto de un interés genuino en comprender aquella naturaleza humana que nos convoca como seres sociales, que posibilita la expansión del ser y de su entorno al adentrarse en los confines de la asertividad, la empatía, la responsabilidad, la libertad y la consciencia.
Por tanto, esta tribuna estará dedicada a su reflexión, comprensión y práctica, desde el intercambio abierto entre personas que, desde su caminar cotidiano, vida y experiencias, intentan asomarse a esos confines de conceptos como la atención plena y la compasión, para entenderse a sí mismos y aprender de otros, en un proceso de co-creación, humanidad compartida y curiosidad frente a otras alternativa que nos distancian, construyendo capacidades para gobernarnos lejos de conductas reactivas, violentas o dispersas, en la búsqueda por alcanzar un poco más esa mejor versión de cada uno en el sendero de la existencia.
martes, 8 de marzo de 2022
The Batman: El largo Halloween de una familia y su ciudad
Carlos Herrera O.
Prólogo
La mitología del caballero de la noche posiblemente sea la más popular y reconocida por los seguidores y aficionados del mundo de los cómics. A través de historietas, libros, series, películas y tantos otros contenidos comercializados desde 1940, sus epopéyicas acciones en contra del crimen organizado de Ciudad Gótica, así como su sombrío pasado y complejidades como individuo, nos han conquistado por su capacidad de transmitir emociones e incertezas más allá de cualquier otra encarnación de la casa Editorial DC, logrando empatizar y hacernos sentir parte de su ciclo trágico y, por momentos, inexorable.
Así, en el marco de la riqueza de su canon y reforzado
por una atmósfera lúgubre y personajes obnubilados de primera línea, pocos
quizá se imaginaban que, dentro de la cultura del mainstream, pudiera emerger otro
largometraje que contribuyera de forma singular a encumbrar todavía más el mito
del hombre murciélago. Y es que la nueva película del director Matt Reeves, The
Batman, no escatima en riesgos, mirando a través de una lupa -de forma
literal- cómo una urbe es víctima de sus demonios producto de intrigas del
pasado y una ferviente lucha por el poder y sus estructuras.
Un elemento creativo del realizador y su guion que
vale la pena desentrañar de esta historia que, sin ser de origen, nos retrotrae
justamente a su génesis, es el relativo a las experiencias de vida de la
familia Wayne y sus motivaciones, quizá una de las apuestas más estremecedoras
de la cinta más allá del caos desatado por el Acertijo y sus consecuencias. A
través del tiempo, los padres de Bruce Wayne fueron representados en general
como un arquetipo del bien, de la integridad, la transparencia y la
preocupación por alcanzar una sociedad más justa y cooperativa. Esta imagen,
por instantes inmaculada de Thomas y Martha, se ve pocas veces comprometida a tal
punto como lo propone la nueva producción de Reeves -importante recordar
también la propuesta del director Todd Phillips en El Joker con su visión de
Thomas Wayne, su campaña y su posible relación con el personaje principal-, al
introducir un argumento que pone en tela de juicio la sanidad mental de la
madre de Martha, como ejecutora de su propio esposo, sin revelar todas las
causas.
De acuerdo con la visión de The Batman y algunas historietas que desarrollan su historia, las familias fundadoras de la ciudad están representadas en los Wayne y los Arkham, dos acaudalados grupos cuyas perspectivas sin embargo parecen seguir una línea tendiente a la filantropía y a la responsabilidad social. En ambos casos encontramos la materialización de estas intenciones, por ejemplo, representados en la creación de orfanatos, fundaciones de ayuda social, y el más que reconocido asilo de Arkham, institución que fue concebida como un espacio de rehabilitación para personas con distintos trastornos.
Justamente en esta trama se inserta la situación vivida, según la
película, por Martha, quién de acuerdo con algunos relatos de origen,
perteneció a la familia Arkham -poderoso colectivo de Ciudad Gótica sobre quienes
recaería un mantra sobrenatural y ligado a la locura- y su matrimonio con
Thomas podría haber sido fruto de la relación familiar que existía entre ambos
consorcios. Sin embargo, luego del episodio descrito de su madre, Martha habría
experimentado momentos de inestabilidad y quiebre psicológico, producto de una
potencial enfermedad mental hereditaria que la habría llevado incluso a ser recluida
en el asilo de Arkham para tratarse, fundado por Amadeus Arkham[1]. Por aquél entonces Thomas
Wayne, en plena carrera electoral por la alcaldía de Ciudad Gótica y desafiando
a distintos jefes de la mafia, se vio envuelto en una red de chantajes e intriga
entre los principales exponentes del crimen en pugna, Salvatore Maroni y Carmine
Falcone, recurriendo al segundo en un momento de debilidad -según relata Alfred-
en busca de ayuda para evitar que el pasado de Martha fuera expuesto en la prensa,
sin esperar el fatídico desenlace y consecuencias que su decisión traería en el
futuro.
Lo relevante acá, a nuestro juicio, pudiera
interpretarse en 2 direcciones: la primera, mostrar la existencia de alianzas
entre grupos y/o familias con diferentes grados de poder, como ha existido se
cree a lo largo del tiempo (Los Masones, los Iluminati, por citar algunos) y, la
más importante, la “humanización” de la familia Wayne, su acción en búsqueda
salvaguardar cierta aura de honorabilidad, que en realidad se traduce en la práctica
en proteger a aquellos que más queremos.
Los pactos y acuerdos secretos entre ‘logias’ han
ocurrido desde tiempo inmemoriales en distintas culturas, motivado a distintos
intereses comunes que por general se mantienen al margen de todos los demás. Sin
pretender establecer una comparación aquí entre dos familias de la ciencia
ficción y grupos pertenecientes a la realidad, lo que toca el interés de quién
escribe en este aspecto refiere más a la intención de anonimato y el resguardo
colaborativo de situaciones donde la adversidad toma forma -como el ocultamiento
público de la posible demencia o trastorno de Martha y su madre- en función de
los compromisos alcanzados por un estatuto, ley, religión o norma tácita de
cumplimiento o solidaridad.
En el caso de lo atingente a la familia Wayne, parece todo un acierto del planteamiento fílmico aquello de, incluso en la aparente panacea del estatus material y moral, cómo determinadas circunstancias o, ‘un mal día’ pueden llevar a personas decentes a tomar decisiones erráticas, comprometedoras o conducentes al dolor. Y pese a que ello no sea motivo precisamente de orgullo, es un elemento que fraterniza con las audiencias de hoy en día, con frecuencia sometidas en la vida cotidiana a presiones, dudas y temores que los empujan al límite.
Esta variante de Thomas Wayne simboliza la
fragilidad de una mente preocupada por proteger aquello que significa todo,
incluso más allá de su legado, como puede suceder a un padre o una madre en la
cotidianidad respecto de las vicisitudes que afronte su progenie, o cualquier
otro miembro del núcleo familiar que no deseamos ver sometido a la mofa o
mezquindad del escarnio público, especialmente en el mundo de hoy donde el
linchamiento moral o espiritual está a la orden de una pantalla, sin comprender
de causas o razones, a veces involuntarias, que acarrean desenlaces oscuros.
Empero, el asunto no termina aquí. El ciclo de
tragedia y caos derivado de una acción se vuelve casi atemporal al marcar los
destinos de generaciones por venir. Tal es el caso del Acertijo, cuya vendetta
contra distintos grupos y sujetos específicos dentro de la trama nos retrata
una espiral de crisis, resentimiento y odio contra lo que él cree fueron todos
los responsables de su muy evidente desdicha. De esta forma, la ciudad, otrora
representación de progreso y civilidad desde hace siglos para la humanidad, se
vuelve un tablero del ajedrecista maestro para devolver cada día de su pesadilla.
Desde esta perspectiva, el filme puede ser interpretado
como el ocaso de una familia y su ciudad, donde confluye la incertidumbre, la
duda y falta de confianza en personas e instituciones. Un espacio donde la
violencia tiene muchos rostros, ocupa muchos rincones y se nutre especialmente
de la ausencia de valor y fe en las convicciones civilizatorias. Es, sin duda,
tal y como describe la novela gráfica de Jeph Loeb y Tim Sale, El Largo Halloween
de aquellos dos reinos, donde un heredero de la noche intentará rebelarse, aún
en sus recurrentes cuestionamientos y con un aura inédita de locura como
herencia familiar, en búsqueda de cortar el sórdido ciclo de tiniebla y perversidad.
[1] Para más referencias sobre la historia de la familia Arkham, ver Batman Tierra Uno, de Jeoff Johns (2012).