jueves, 8 de febrero de 2024

Autocompasión: el arte de cultivar el diálogo interior


 


En la entrega anterior revisamos los conceptos de prosoche y compasión, brevemente introducidos para orientar los cimientos de esta serie que busca la observación de nuestras conductas desde la reflexión diaria, entendiendo la esencia fenomenológica que nos caracteriza como personas singulares y únicas, a la vez que conscientes del que podría ser nuestro norte como especie: la humanidad compartida. Esta trascendente definición, que comentaremos en una próxima entrega, parece encontrar ciertos fundamentos en aquella construcción individual de la experiencia, traducida en el cúmulo de momentos de introspección, cuando nos encontramos con aquella única persona con la que venimos al mundo y con la que partiremos: nosotros mismos.

Para abordar esta perspectiva, corrientes filosóficas como el budismo y el estoicismo, así como algunas teorías y terapias de la psicología moderna más recientemente, repasan una muy relevante noción que trata justamente de uno de los posibles destinos de esta relación que desarrollamos con nosotros mismos a lo largo de la vida: nos referimos a la autocompasión. Le habrá sucedido a usted que, ante una situación adversa o crítica de alguien a quién quiere o, por mero respeto y empatía al prójimo, el espectro de respuestas casi automáticas que adopta en esas situaciones van desde la protección, el cuidado, la atención, el diálogo amable, la simpatía y la entrega de ayuda; y sin embargo, estas reacciones no suelen ser proporcionales cuando el afectado es usted mismo ¿Por qué?

De acuerdo con la autora Kristin Neff en su estudio La Ciencia de la Autocompasión, esta disposición del sí mismo habla de reorientar aquellas conductas que solemos manifestar en los estados de compasión ahora enfocados hacia nosotros mismos, permitiendo que surjan prácticas como la comprensión y el autocuidado, en contraposición a respuestas deconstructivas y carentes de aprendizaje y responsabilidad, como podrían ser el autocastigo, la burla, el cinismo o la crítica desmesurada proveniente de nuestra voz interior cuando sentimos que hemos fallado en algo, lo que genera espirales de toxicidad mental que inhiben el uso facultativo del fracaso como lo que realmente es: la oportunidad de convertir un desacierto o una debilidad en la fortaleza del mañana.

Siguiendo brevemente con Neff, la experta sugiere que el comportamiento deseable sería aquél basado en la calidez y el contacto propio, en lugar de la fustigación o la sensación de incompetencia. Para ello, menciona 3 componentes centrales que deberían caracterizar a la autocompasión. 1) El mindfulness o presencia plena (similar a la prosoche estoica comentada en el artículo anterior), 2) la humanidad compartida (que revisaremos en próximas entregas) y 3) la bondad dirigida a nosotros mismos. Sobre este último punto, que refiere hacia el trato humano y basado en el amor que dispensamos a los demás en momentos de tempestades, vale decir que conecta con el planteamiento previo de por qué solemos evidenciar conductas diferenciadas dependiendo de la persona objeto del sufrimiento o revés, donde la historia evolutiva de nuestra especie parece arrojar algunas luces. Al ser animales sociales, así como desarrollamos instintos de cuidado y acompañamiento de nuestros grupos para la supervivencia, también es cierto que otorgamos mucha importancia a dos elementos centrales de las tribus: la confianza y la aceptación del grupo -este último referido “al qué dirán”-. En el primer caso, ante un fallo, distracción o indiferencia de una determinada tarea o actividad de la que dependiera el conjunto, es cierto que una consecuencia casi natural era la mirada con sospecha o incluso la pérdida de confianza, lo que minaba nuestra autoestima al recibir el juicio punitivo de la comunidad. Y consecuencia de ello, el segundo punto, al verse afectada nuestra reputación, la aceptación y valoración en la tribu, esa suerte de “ranking” o estatus social que entonces nos capacitaba para ejercer determinada función, quedaba resentida, con lo cual el individuo perdía “valor” objetivo dentro del grupo, pudiendo conducirle incluso al aislamiento o la expulsión.

Por todo lo anterior, nuestro cerebro y su fisiología están más preparados para responder ante la calamidad ajena con mayores márgenes de tolerancia y empatía que con la propia, conocedores de las implicancias de entonces sobre el costo del fracaso, lo cual de hecho ocurre con otras especies del mundo animal. Desde luego, nuestra mente y cuerpo no son suelen ser conscientes de que las actividades, ni los peligros, ni necesariamente las valoraciones de las tribus de hoy en día son las de otrora; al contrario, en la mayoría de nuestras culturas actuales se suele exhortar mucho más esta empatía extendida de lo que podía ocurrir antes, motivo por el cual debemos procurar ser más conscientes de nuestros sesgos evolutivos y desarrollar una mirada más compasiva y autocompasiva, como vías de desarrollo personal.

Entonces, ¿cómo conciliar la idea de la autocompasión con un diálogo interior que procure apuntar a la excelencia, sin caer en estadios vacíos como la autocomplacencia o la lástima?  A este respecto, la filosofía estoica ofrece algunas ideas interesantes para diferenciarlas y, sobre todo, responder de una manera sosegada y ecuánime siempre que iniciemos la conversación con la persona en el espejo. En primer lugar, deberíamos comprender que lo usual es fallar, errar. De esta manera llegamos a sobrevivir desde la era de las cavernas, hasta hoy: ensayo y error. La única forma de no fracasar es no haciendo nada, estado de conducta que podría ser realmente el único fracaso real. Toda acción o empresa que emprendamos conllevará riesgos, y justamente son estos, como una mala decisión, los que llevarán de un punto otro, sólo si logramos analizar detalladamente la información que nos proporciona. Pero previo a este examen del mundo externo, se debe viajar al interno y generar la narrativa adecuada. Lo susceptible a cuestionarse dentro de un proceso de mejora continua debería ser el comportamiento, y nunca la persona que lo manifiesta. Así como en los debates intelectuales se valora el hecho de contrastar ideas sin atacar personas, la esencia del diálogo interior debe estar orientado a la detección de los fallos como datos de interés para la elaboración del mañana. Por tanto, en lugar de llevarte a la corte del juzgado, ser juez, jurado y sentencia, primero conviene un minucioso paseo de reflexión y autocompasión. Perdonarse, levantarse y continuar, en un ciclo consciente no sólo dirigido a focalizar la energía hacia la creación de soluciones a esa realidad específica, sino a innovar en las condiciones para que florezca el aprendizaje, sin la carga emocional autoinfligida. 

Los estoicos solían registrar sus propios fallos, para crear conocimiento a partir de ellos y mejorarse, proponiendo soluciones o sistemas de atención que les permitieran establecer dichas acciones correctivas. Pero, sobre todo, nunca olvidaron que la vida es un continuo y puede empezar en cualquier momento, por lo cual un día, visto en perspectiva de un proceso vital, no debería marcar tu futuro. Es tiempo de que lo recordemos y, sobre todo, implementemos, conquistando así la posibilidad de volverte tu mejor amigo y aliado.

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