En la entrega
anterior revisamos los conceptos de prosoche y compasión, brevemente
introducidos para orientar los cimientos de esta serie que busca la observación
de nuestras conductas desde la reflexión diaria, entendiendo la esencia
fenomenológica que nos caracteriza como personas singulares y únicas, a la vez
que conscientes del que podría ser nuestro norte como especie: la humanidad
compartida. Esta trascendente definición, que comentaremos en una próxima
entrega, parece encontrar ciertos fundamentos en aquella construcción
individual de la experiencia, traducida en el cúmulo de momentos de
introspección, cuando nos encontramos con aquella única persona con la que
venimos al mundo y con la que partiremos: nosotros mismos.
Para abordar
esta perspectiva, corrientes filosóficas como el budismo y el estoicismo, así
como algunas teorías y terapias de la psicología moderna más recientemente,
repasan una muy relevante noción que trata justamente de uno de los posibles
destinos de esta relación que desarrollamos con nosotros mismos a lo largo de
la vida: nos referimos a la autocompasión. Le habrá sucedido a usted que, ante
una situación adversa o crítica de alguien a quién quiere o, por mero respeto y
empatía al prójimo, el espectro de respuestas casi automáticas que adopta en
esas situaciones van desde la protección, el cuidado, la atención, el diálogo
amable, la simpatía y la entrega de ayuda; y sin embargo, estas reacciones no
suelen ser proporcionales cuando el afectado es usted mismo ¿Por qué?
De acuerdo
con la autora Kristin Neff en su estudio La Ciencia de la Autocompasión,
esta disposición del sí mismo habla de reorientar aquellas conductas que
solemos manifestar en los estados de compasión ahora enfocados hacia
nosotros mismos, permitiendo que surjan prácticas como la comprensión y el
autocuidado, en contraposición a respuestas deconstructivas y carentes de
aprendizaje y responsabilidad, como podrían ser el autocastigo, la burla, el
cinismo o la crítica desmesurada proveniente de nuestra voz interior cuando
sentimos que hemos fallado en algo, lo que genera espirales de toxicidad mental
que inhiben el uso facultativo del fracaso como lo que realmente es: la
oportunidad de convertir un desacierto o una debilidad en la fortaleza del
mañana.
Siguiendo
brevemente con Neff, la experta sugiere que el comportamiento deseable sería
aquél basado en la calidez y el contacto propio, en lugar de la fustigación o
la sensación de incompetencia. Para ello, menciona 3 componentes centrales que
deberían caracterizar a la autocompasión. 1) El mindfulness o presencia plena
(similar a la prosoche estoica comentada en el artículo anterior), 2) la
humanidad compartida (que revisaremos en próximas entregas) y 3) la bondad
dirigida a nosotros mismos. Sobre este último punto, que refiere hacia el trato
humano y basado en el amor que dispensamos a los demás en momentos de
tempestades, vale decir que conecta con el planteamiento previo de por qué
solemos evidenciar conductas diferenciadas dependiendo de la persona objeto del
sufrimiento o revés, donde la historia evolutiva de nuestra especie parece
arrojar algunas luces. Al ser animales sociales, así como desarrollamos
instintos de cuidado y acompañamiento de nuestros grupos para la supervivencia,
también es cierto que otorgamos mucha importancia a dos elementos centrales de
las tribus: la confianza y la aceptación del grupo -este último referido “al
qué dirán”-. En el primer caso, ante un fallo, distracción o indiferencia de
una determinada tarea o actividad de la que dependiera el conjunto, es cierto
que una consecuencia casi natural era la mirada con sospecha o incluso la
pérdida de confianza, lo que minaba nuestra autoestima al recibir el juicio
punitivo de la comunidad. Y consecuencia de ello, el segundo punto, al verse
afectada nuestra reputación, la aceptación y valoración en la tribu, esa suerte
de “ranking” o estatus social que entonces nos capacitaba para ejercer
determinada función, quedaba resentida, con lo cual el individuo perdía “valor”
objetivo dentro del grupo, pudiendo conducirle incluso al aislamiento o la
expulsión.
Por todo lo
anterior, nuestro cerebro y su fisiología están más preparados para responder
ante la calamidad ajena con mayores márgenes de tolerancia y empatía que con la
propia, conocedores de las implicancias de entonces sobre el costo del fracaso,
lo cual de hecho ocurre con otras especies del mundo animal. Desde luego, nuestra
mente y cuerpo no son suelen ser conscientes de que las actividades, ni los
peligros, ni necesariamente las valoraciones de las tribus de hoy en día son
las de otrora; al contrario, en la mayoría de nuestras culturas actuales se suele
exhortar mucho más esta empatía extendida de lo que podía ocurrir antes, motivo
por el cual debemos procurar ser más conscientes de nuestros sesgos evolutivos
y desarrollar una mirada más compasiva y autocompasiva, como vías de desarrollo
personal.
Entonces, ¿cómo conciliar la idea de la autocompasión con un diálogo interior que procure apuntar a la excelencia, sin caer en estadios vacíos como la autocomplacencia o la lástima? A este respecto, la filosofía estoica ofrece algunas ideas interesantes para diferenciarlas y, sobre todo, responder de una manera sosegada y ecuánime siempre que iniciemos la conversación con la persona en el espejo. En primer lugar, deberíamos comprender que lo usual es fallar, errar. De esta manera llegamos a sobrevivir desde la era de las cavernas, hasta hoy: ensayo y error. La única forma de no fracasar es no haciendo nada, estado de conducta que podría ser realmente el único fracaso real. Toda acción o empresa que emprendamos conllevará riesgos, y justamente son estos, como una mala decisión, los que llevarán de un punto otro, sólo si logramos analizar detalladamente la información que nos proporciona. Pero previo a este examen del mundo externo, se debe viajar al interno y generar la narrativa adecuada. Lo susceptible a cuestionarse dentro de un proceso de mejora continua debería ser el comportamiento, y nunca la persona que lo manifiesta. Así como en los debates intelectuales se valora el hecho de contrastar ideas sin atacar personas, la esencia del diálogo interior debe estar orientado a la detección de los fallos como datos de interés para la elaboración del mañana. Por tanto, en lugar de llevarte a la corte del juzgado, ser juez, jurado y sentencia, primero conviene un minucioso paseo de reflexión y autocompasión. Perdonarse, levantarse y continuar, en un ciclo consciente no sólo dirigido a focalizar la energía hacia la creación de soluciones a esa realidad específica, sino a innovar en las condiciones para que florezca el aprendizaje, sin la carga emocional autoinfligida.
Los estoicos solían
registrar sus propios fallos, para crear conocimiento a partir de ellos y
mejorarse, proponiendo soluciones o sistemas de atención que les permitieran
establecer dichas acciones correctivas. Pero, sobre todo, nunca olvidaron que
la vida es un continuo y puede empezar en cualquier momento, por lo cual un
día, visto en perspectiva de un proceso vital, no debería marcar tu futuro. Es
tiempo de que lo recordemos y, sobre todo, implementemos, conquistando así la
posibilidad de volverte tu mejor amigo y aliado.
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