La ambición interventora y explotadora de la sociedad por parte de burocracias gubernamentales parece ser una enfermedad histórica imbuida por ideas y emociones no sólo primitivas sino demostradamente ineficientes. Ya desde Babilonia, La China antigua, Grecia y el Imperio Romano, entre otros, se evidenciaba esta connotada ineficacia desprendida de la aplicación de diversas regulaciones y controles sobre los actores de la cadena productiva y la comercialización de las mercancías, en aquel entonces focalizados especialmente en los bienes de consumo básico –alimentos-, pues se comprendía muy bien desde el Poder las grandes ventajas que una política sistemática de degradación de la propiedad privada y los intercambios libres suponía para su perpetuación en el tiempo.
Esta recurrente intromisión gubernamental sobre las dinámicas de mercado, es decir, sobre la puesta en práctica de los conocimientos, cálculos, riesgos, valoraciones y preferencias que todos nosotros realizamos en nuestra vida cotidiana -como un proceso muchas veces inconsciente- genera no sólo cuantiosas pérdidas de recursos a la sociedad en su conjunto, sino que también inhibe la siempre deseable aparición de nuevas y mejores ideas de personas comunes que, en un marco alternativo de condiciones y garantías, apostaría por invertir y ofrecer un bien o servicio que satisfaga necesidades, especialmente en un clima de crisis humanitaria como el de Venezuela donde se requerirá de la mayor y mejor noción de compromiso, trabajo e imaginación de sus ciudadanos.
Lejos de todo lo anterior, desde el Ejecutivo nacional y, en general, desde el Estado venezolano, se persigue la instauración y consolidación de un entramado ya no sólo regulatorio, sino impunemente ordenado y sustractivo de patrimonios privados, cuyo estado de visible resistencia a lo largo de estos años frente al atropello de sus derechos roza ya en lo épico y conmovedor, tanto en el caso de propietarios venezolanos como de extranjeros. Ahora parece corresponderle el turno de persecución y asedio a un establecimiento emblemático en el imaginario colectivo venezolano como son las panaderías, asociadas, por un lado, al gentilicio extranjero en tiempos de guerra que confió y apostó por esta nación, y del otro, a la inversión y puestos de trabajo que creó de su emprendimiento en un bien esencial y hasta místico como es el pan. Ya en la Inglaterra medieval las autoridades hicieron esfuerzos por fijar el precio máximo de venta de la harina de trigo y el pan –incluso determinando el precio según el peso de cada pieza-, medida que fracasó con el tiempo por la misma razón que no se puede decretar que el 90% de la harina de trigo será destinada a elaborar pan salado –canillas, campesinos, sobados, pan francés, etc.- y el restante 10% para los demás productos: en primer lugar, por la deformación de la cadena productiva que hace que el panadero incurra en pérdidas y eventualmente quiebre si la medida se sostiene en el tiempo –pues los costos de producción son mayores al precio final de venta, lo que hace imposible la reposición del producto-, por lo que necesariamente se restringe la elaboración de pan salado y con ello se desplome la oferta de este rubro. A fin de mantener abiertas sus puertas, el panadero migrará a la elaboración de otros productos –dulces, cachitos, pasteles, pan dulce, etc.- cuyos precios no se encuentran arbitrariamente fijados, y son las ganancias que obtiene por la venta de éstos lo que le permite subsidiar la producción a pérdida de pan salado, cuya oferta seguirá siempre restringida no por el “egoísmo” o la vileza del panadero, el cajero o el vendedor de la barra, sino porque la acción gubernamental constriñe a los propietarios a un escenario donde ofrecer productos alternativos se vuelve su única opción de supervivencia y rentabilidad, además para la preservación de sus empleados.
Ya lo decía el filósofo escocés Adam Smith en su obra La Riqueza de Las Naciones, “no es por la benevolencia del carnicero o el panadero que podemos contar con nuestra cena, sino por su propio interés”. Así, las largas colas que supuestamente busca eliminar el Gobierno nacional no surgen de la perversidad de los dueños de establecimientos comerciales –pues recordemos que ellos dependen de la preferencia y compra de los consumidores para existir, parafraseando a Smith-, sino de la creación de un precio máximo de venta sobre un producto que causará tal distorsión que muchas personas querrán comprarlo y necesariamente pocas ofrecerlo, dejando insatisfechos tanto a los consumidores que necesitan del bien básico como maniatados a los propietarios que ven cómo su servicio cae en variedad y calidad. La consecuencia final de esto será no sólo la reiteración de la escasez de pan, sino ahora también de alimentos alternativos elaborados a base de harina de trigo, efecto que los gobernantes conocen y favorecen, lo que hace crucial que cada venezolano también comprenda la magnitud de la barbarie desmedida visualizando sus implicaciones en una situación de hambruna, desempleo y miseria generalizada. Lo más dramático, sin embargo, no es atribuible en este caso a la autoritaria Superintendencia de Precios Justos (SUNDDE) que actúa persiguiendo la abolición final de los derechos de propiedad, sino a la asombrosa declaración del presidente de la Federación Nacional de Trabajadores de la Harina (Fetraharina), Juan Crespo, quien manifestó su acuerdo con la medida gubernamental, pues a su juicio, "si entras en una panadería, consigues cafetería, lunchería, heladería, pizzerías, refrescos, consigues toda una cantidad de rubros que le da una plusvalía a la empresa para que se sostenga. No entendemos y lo denunciamos hace un tiempo, que si hay tortas, si hay minilunch, si hay pasta seca, debería haber pan".
El desconocimiento de la ciencia económica moderna básica y la adhesión a ideologías empobrecedoras y punitivas de la humanidad conducen no sólo al fortalecimiento del opresor que no encuentra contención alguna en el plano de las ideas y prácticas socioculturales, sino a la repetición de los mismos errores de forma cíclica, paradigmas que desde siempre han creado en Venezuela una ilusión de armonía. Como lo explicó el también historiador escocés Adam Ferguson en su Ensayo sobre la Historia de la Sociedad Civil, “la opresión y la crueldad no siempre son necesarias al gobierno despótico (…) su fundamento es la corrupción y aniquilación de toda virtud civil y política”, agregando asimismo que “las costumbres de una nación pueden deteriorarse debido a la desaparición de las circunstancias que permitían a los talentos cultivarse y ejercitarse y debido a un cambio en las ideas predominantes sobre el honor o la felicidad”, por lo que será tarea de todos los venezolanos buscar la verdad y autocrítica de este infausto periodo para posibilitar la reconstrucción del país hacia algo más cercano a lo estudiado por los grandes escoceses.
El desconocimiento de la ciencia económica moderna básica y la adhesión a ideologías empobrecedoras y punitivas de la humanidad conducen no sólo al fortalecimiento del opresor que no encuentra contención alguna en el plano de las ideas y prácticas socioculturales, sino a la repetición de los mismos errores de forma cíclica, paradigmas que desde siempre han creado en Venezuela una ilusión de armonía. Como lo explicó el también historiador escocés Adam Ferguson en su Ensayo sobre la Historia de la Sociedad Civil, “la opresión y la crueldad no siempre son necesarias al gobierno despótico (…) su fundamento es la corrupción y aniquilación de toda virtud civil y política”, agregando asimismo que “las costumbres de una nación pueden deteriorarse debido a la desaparición de las circunstancias que permitían a los talentos cultivarse y ejercitarse y debido a un cambio en las ideas predominantes sobre el honor o la felicidad”, por lo que será tarea de todos los venezolanos buscar la verdad y autocrítica de este infausto periodo para posibilitar la reconstrucción del país hacia algo más cercano a lo estudiado por los grandes escoceses.
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